lunes, 8 de enero de 2018


Sobre Mirjana y los que la rodean, de Ivor Martinić.

Por Nicolás Reffray


Hay en el encuentro teatral, en la comunión de la puesta en escena, un acuerdo tácito y una aceptación por parte de todas las partes, tanto arriba como abajo de las tablas. Se acuerda creer en eso que vemos, eso que se expone a nuestros ojos y que llamamos representación; se acuerda también reconocer en esa teatralidad cierto espejo común, cierta unidad duplicada, elevada, que nos permite la ampliación de nuestro mundo gracias a lo catártico.
Jugar con las formas de lo humano, lo social y lo vincular permite desarticular la escena para rearmarla a gusto. Y eso porque no hay otras formas de lo inasible, ni espacios triturados en un como-sí de relaciones y diálogo y desesperación contenida, porque al fin de cuentas vivimos en sociedad y somos lo que somos. De acuerdo a esta óptica, entonces, el otro, el prójimo, ese que no somos, nos confronta con lo espantoso de lo desconocido, con lo ominoso. Ahi la obra: el otro.
Mirjana es madre, es hija, es divorciada, es secretaria y es mujer (sobre todo es mujer). Al borde de todas estas categorías está el engaño de lo no-dicho, las trampas del lenguaje como artilugio del vínculo social con los otros, la mirada al vacío perdida en la cuarta pared, pero disimulada detrás de un supuesto diálogo, la proximidad engañosa en el espacio, el desdoblarse del tiempo y la posibilidad de un adios frente a la muerte. Los engaños componen la obra, le dan forma, la estructuran. Es el engaño quien nos ofrece un rompecabezas desordenado -pero así todo legible-, una historia justa, pequeña, de vínculos raídos y desamor.
El espacio de la escena se fragmenta en pequeños sub-escenarios que definen una distancia, bajar de esas tarimas es entrar en el juego, es romper con la inercia y la inmovilidad. Amor, odio, infidelidad, temor, adolescencia, depresión, dejadez, abandono, desnudez, todo se juega en clave de rutinaria desesperación y angustiosa inseguridad. Ahi donde el diálogo se vuelve por momentos demasiado simple, y por demás sencillo, ahi es donde lo escénico se conjuga para sacarle brillo al texto dramático. Y si bien las actuaciones no deslumbran, coaccionan a la perfección entre sí para desnudar cuerpo y alma en esta tragedia moderna en donde vivir se presenta como una suerte de oscuro atravesamiento, de lastimosa realidad.
Podría seguir apilando palabras, todas ellas incompletas, podría tratar de nombrar algo de todo eso que en la obra se inscribe entre lineas, porque hacer crítica es un poco eso, saber leer en la grieta, en medio de la oscuridad, sin embargo cuanto más lo intento más me encuentro de cara a un vacío espeso, a una oscuridad elemental, tratando de encajar las piezas de este rompecabezas complejo que no se define por la palabra. Ahi entonces tiene su voz la puesta, el hecho teatral, para decir lo indecible.

martes, 10 de octubre de 2017

D.A.R. (Delayed Album Review)
I forget where we were (2014)

Ben Howard smiles with a melancholic symmetry behind his guitar. He splits the music, rebuild the unseen, with a tender taste for the acoustic arrangements.

I press play and The end of the affair sounds like a bottomless whisper, and endless sadness with the clean face of a song, stabbing my heart but making me feel strong at the same time. Out of nowhere Howard creates a whole different world of sounds and feelings, something unique, humble, frantic but quietly, epidermic and erotical. 
Now the rain is starting to fall all over the empty cities, over the empty men and women, cleaning up the mess, our mess, the rain changes us. Ben Howard knows how to make some beautiful music from that, he knows the business ok. Like some Edward Hopper's painting, his music is an empty mirror looking into us.

martes, 29 de agosto de 2017



Tres Finales, de Rafael Spregelburd
Por Nicolás Reffray


Decretar el fin del arte es tal vez uno de los clichés de toda modernidad. La realidad es que no hay fin para lo que se encuentra en constante cambio, para lo que no se cansa de mutar, y el arte, como expresión inapresable, infranqueable, ha pervivido y sobrevivido vanguardias, modernidades y post-modernidades por los siglos de los siglos. Ahora, en este siglo veintiuno virtual, cabe rehacerse las preguntas eternas: ¿Qué es el arte? ¿Eso es arte?
El arte manifiesto, la expresión concreta del arte en tanto expresión de un sujeto vuelto a un público al que busca provocar o afectar de algún modo, ha tomado innumerables formas. Desde Duchamp, Jackson Pollock, Jasper Johns, las vanguardias cinematográficas, Warhol, y una larga cadena de nombres que vienen y no vienen al caso, el arte no se define como tal de acuerdo a lo estrictamente estético, o al menos no siempre. El arte moderno nos ha enseñado que requiere de una explicación, de una placa tranquilizadora a un lado de la obra que le de su estatuto de arte. Es la placa, la aclaración, lo que hace valer a la obra como tal, lo que establece que eso que vemos es arte. Obras como el blanco sobre blanco de Malévich, por ejemplo, sin una explicación no sería más que un lienzo vacío presto a ser pintado, los azules de Yves Klein sólo serían una tela monocromática pintada a rodillo, las telas tajeadas de Fontana serían vistas como lienzos rotos y nada más. En conclusión, es arte aquello que se autoproclama como arte, aquello que se dice artístico en tanto y en cuanto X. La discusión que llevan adelante Spregelburd y Garrote devenidos profesores de historia del arte en ese comienzo del primer final de Tres Finales, se centra precisamente en eso, en lo azaroso, o si se quiere, en lo caprichoso del arte llamado moderno. Cecilia Jimenez, la abuelita de Borja que con su mejor intención restauradora deformó el Ecce Hommo, es el centro del debate. ¿Es eso arte?, se pregunta Spregelburd. Esa abominación, producto del aburrimiento de una octagenaria un poco perdida, ¿es plausible de ser juzgada como obra, como creación artística? ¿Qué intención creadora, qué marca autoral más que la del error, la senilidad y el mal gusto puede leerse en ese Ecce homo “restaurado”? Ninguna, dice Spregelburd, la de los grandes artistas modernos del siglo pasado, dice Garrote. Así tiene lugar un tira y afloje culto en donde las palabras dan forma a un tramado tan exquisito y paródico como brillante, y es que los diálogos spregelburdianos son siempre un manjar para el oido.
Podemos hablar de lo artístico en general, del teatro en concreto, de los cambios y más cambios que se suceden y que dan forma a nuevos modos de apreciar el arte en esta post-meta-modernidad en la que vivimos, sin embargo, creo yo, hay otro eje. Me refiero a lo intraducible, uno de los temas predilectos de Spregelburd, el cual se materializa en cada uno de esos tres finales que conforman los tres actos de la obra. En el primero, algo de lo propio se vuelve incomprensible para el otro, las traducciones tramposas, los juegos políticos de la lengua, lo dicho y lo negado, lo inentendible del esnobismo erudito ("¿vos querés medievalizar la administración de lo sublime?" (sic)), pero también lo intraducible de lo contemporaneo para un no-contemporaneo, esas grietas generacionales que se abren entre estos docentes y su alumnado. El fin del arte nos deja entrever los pliegues de un discurso en apariencia hermético, seguro de sí mismo, pero sólo en apariencia, lo elevado se fragmenta, se resquebraja, y nos permite una lectura entre  lineas.
En el segundo acto, el fin de la realidad, un grupo de traductores de cara a la cuarta pared elabora un texto único, cuasi coral, por momentos inconexo, donde tiene lugar lo incomprensible por inasible y lo inasible por irreal. Aquello que es traducido no tiene demasiado interés, o tal vez sí, puesto que se trata de lo virtual como nuevo lenguaje, lenguaje que se adosa a la realidad de los contemporaneos. Está lo que se dice y lo que se calla aún diciendo, el diálogo vacio que es la nada misma, la superposición de voces, de lenguas, de significado, el canto constante y la improvisación. Lo intraducible toma en este acto la forma de lo múltiple, y uno se siente por momentos estafado, vulnerado, como si desde el escenario no surgiera más que una burla a nuestro intento por comprender.
En el tercer y último acto, el fin de la historia, es aquello que falta lo que articula la escena, el fin de la historia en tanto relato lineal, narrativo, del teatro como género puro si se quiere. A ese grupo de actores les falta algo y no terminan de saber bien qué. Es la emoción, el gesto dramático, el peso de aquello que no es ornamento, que no es vestuario, que no son los agregados a la cosa, sino la cosa en sí. La pregunta por lo incomprensible, por lo intraducible, nos deja de cara a un vacio, a lo paródico y aparatoso de ese ensayo brain storming delirante, en donde parece valer todo para ser novedosos, brillos y luces, canto lírico, incluso una cita al Cafe Müller de Pina Bausch. Otra vez lo contemporaneo... 
Rafael Spregelburd, se desdobla para pasar a conformar un monstruo de tres cabezas, la del dramaturgo, la del director y la del actor. Mientras uno sigue preguntándose cómo hace, cómo escribe, actua y dirige magistralmente obras de una complejidad y un tramado de capas y más capas significantes tales que nos ponen a nosotros, los espectadores, a moldear lo que vemos, a buscar significados ocultos, a descifrar, Spregelburd lo hace de nuevo. Con una originalidad siempre atroz, cada nueva obra en cartel es una fiesta. Tres finales es una obra que le ronda a lo contemporaneo, a lo artístico, a lo plural e inconmensurable, para convertirse desde que cae el telón y para siempre en un jeroglífico del tiempo.

lunes, 31 de julio de 2017

D.A.R. (Delayed Album Review)
 
Bill Evans is a ghost or a shadow, a whispering man, he's a composer of memories, a fragment of an impossible whole, and nobody seems to note that. Everybody note the musician, but not the ghost... nobody seems to listen that the entire milky way lives inside his piano, that a cannonball floats in the air while he plays, a shot from nowhere to nowhere. He's the amazing picture of a man and the man himself, nobody knew him as well as the piano, their monochromatic affaire, their love in technicolor can tell that. Now I'm listening the Sunday at the Vanguard album and I can't stop picture NYC under the moonlight, the small crowd and the silence between notes. I certainly believe in magic when I listen to his music.

sábado, 29 de julio de 2017

Ansiedad de deseo, jazz de mueble quieto,  esfinge y oráculo griego, jazz de sombra luminosa y ojos en sordina, it's time, tiempo y arabesco, montaña sagrada de la síncopa y el susurro ansioso de la noche llena de humo, llena de noche, llena de jazz. Hermosa sensación la de descubrir algo nuevo que lo fue hace décadas. Jackie Mclean me llegó desde mi ignorancia como una de esas casualidades milagrosas. El jazz tiene eso, uno cree que conoce, que Hubbard, que Miles, que Tyner, que Evans o Monk, que Lovano o Corea o Lee Morgan, que Jarret, que... tantos, y entonces, en medio de un julio cualquiera aparece Jackie Mclean, It's time, y la estanteria mental de nombres se reacomoda, hace lugar para uno más. El disco me pone de pie, me hace salir de donde estoy para caminar y mirar. El arte de tapa no podría ser más acorde, una exclamación repetitiva, como si desde la imagen el disco gritara jazz jazz jazz jazz! y le resultara imposible callarse. Jackie Mclean, It's time, año 1964. 

viernes, 7 de julio de 2017

D.A.R. (Delayed Album Review)
This is one of those cases where an album gets into your brain after the fifth or the sixth hearing. I wanna say that I do love Mayer's guitars and songs, the tender sound of his voice (his ego is another story), but in this opportunity we have an album plenty of good songs... and that's it. I mean, made with a lack of sticky guitar solos and only a whisper of overdrive, is Mayer's most simple album, the closest one to his country vein. The first time I listened to it I just thought "well... nothing to remember", but after a couple of extra hearings the album reveals something, I don't know. Like the front cover where that field appears like a sea of tranquility and the man, the musician, stares at something that we can't see, Mayer offers an album with a blind point, a closed suitcase, a forbidden note.

martes, 4 de julio de 2017



MADMEN
Por Nicolás Reffray

Madmen termina y Netflix me propone otras series para seguir viendo, como si uno pudiera ver algo después, como si no existiera un agujero negro, un vacío, una quietud, un tiempo de tomar aire para poder seguir adelante. Y es que las luces se apagan, caen los títulos, pero hay algo que permanece ahí, en nosotros, espectadores atentos, algo que tarda en irse, que persiste con la fuerza de lo nocturno, de aquello que ha dejado una huella. Siento que hay en el fondo de los fondos una sensación de liviandad envuelta en un halo de trama compleja, de tramado enrevesado y documento histórico y, a la vez, una trampa. El vaso se vacía para volver a llenarse infinitas veces y el humo dibuja en volutas una historia que son a la vez muchas historias y La Historia. Es Manhattan, es una agencia de publicidad en medio del recambio generacional que representaron los 60's y 70's en los Estados Unidos, es el guiño sutil a la época, todo eso teñido de mil tonos, adosado a mil y un matices por los que nos hace transitar la trama. Los personajes evolucionan, crecen o se van empequeñeciendo, se desgajan, se quiebran, sienten, se mueven, están vivos. No hay relleno. Tenemos la sensación de que cada situación, escena, personaje, tiene su razón de ser, su lugar estratégicamente dispuesto en el rompecabezas Madmen. Hacer un resumen sería imposible, además de estúpido, sólo me gustaría intentar poner en palabras de algún modo porqué Madmen me parece algo sublime.
Llegué a la serie gracias a Domin Choi, quien la recomendó en una clase... en realidad lo que dijo fue algo así como "¿¡Qué hacen que no ven Madmen?! No hay nada después". Dejé que la recomendación decantara y unos meses más tarde me acerqué un tanto reticente, ya que el mundo publicitario no me atrae particularmente. Después del momento inicial en donde tabaco, alcohol y sexismo a repetición inundan la pantalla, hay un segundo momento, una suerte de aceptación por parte del espectador, un pacto tácito de entendimiento y un encontrarse imbuido de lleno en lo que se narra, y es eso que se narra, justamente (y el cómo se lo narra) lo que nos envuelve y nos devuelve adictos. Hay lo que podemos percibir más allá de lo evidente, una crítica social que va desovillándose de forma gradual, episodio a episodio, pero también un repertorio de gestos puros, algo del orden de lo natural, la vida llevada a la pantalla. Ahí la trampa. Madmen no es una prolongación de la vida en un universo ficcional, es el despliegue de lo perimetrado, de lo calculado con exacta obsesión, cada rama obedece a un tronco común, a una misma intención, a un espacio único. Dueña de una belleza visual simétrica, perfecta, la serie se desviste a conciencia, sin prostituirse, nos deja acercarnos hasta el límite de lo impúdico con la certeza de gustar, y en esa cercanía que nos vuelve íntimos cabe algo parecido al conocimiento y la libertad. Madmen le escapa a lo obvio, conquista desde la sutileza y el arrojo, sin decaer en ningún momento. Es común al ver una serie que algunas temporadas sean más flojas que otras, que la historia en algún momento se empaste o decaiga, ya sea por falta de originalidad o por no querer agobiar al espectador con un exceso de información. Este no es uno de esos casos. La serie se nos ofrece en toda su riqueza, redoblando temporada a temporada la apuesta por un texto tan original como sutil, enhebrando historias y desdibujando los parámetros esperables de una serie mainstream norteamericana.
Madmen es, como dije antes, muchas historias, pero por sobre todo es la de Don Draper, un Bogart áspero al filo de demasiadas cornisas, nunca del todo transparente, nunca del todo él. Don es un impostor, un exiliado de su propia vida. Desde un comienzo lo vemos reinventarse, es un soldado, un vendedor de pieles, un huérfano criado en un lupanar, es un playboy, un padre de familia, un creativo de éxito. Draper es todos y cada uno de ellos, y a lo largo de las siete temporadas vamos conociendo un poco más, sólo para terminar frente a esa última escena en donde sentimos que volvió a engañarnos. No hay redención posible para Don, el final se cierra sobre la historia y la sonrisa que parecía paz interior se desdobla en un nuevo revés: Draper se sale con la suya, se reinventa y, como siempre, cae bien parado, incluso en medio del caos.