jueves, 8 de junio de 2017

El Aprendiz: entre el ser y la nada. 
Por Nicolás Reffray


Existir, ocupar un lugar en el espacio, devorar la calma de lo que aparenta ser eterno más allá de lo opresivo del tiempo y la rutina. Son formas que se metamorfosean en lo oscuro, sombras en tensión, personajes que destejen una calma de pueblo, una maquinaria insomne, de muerte en vida, para aferrarse a los despojos de su propia existencia.

Vida de pueblo

Una ópera prima es siempre una puerta que se abre a algo nuevo, un aire fresco que viene a ventilar lo anterior esclerosado, por demás conocido, para ofrecernos nuevas y originales formas de ver lo que creíamos ya visto, lo que pensábamos agotado. En el caso que aquí nos ocupa, la frase "pueblo chico infierno grande" me viene a la cabeza. Vivir en un pueblo de provincia es algo que nunca experimenté, soy lo que se dice un bicho de ciudad, sin embargo uno se va construyendo cierto imaginario gracias a la literatura y el cine. Gracias a Forn, a Saer, a Lucrecia Martel, uno puede pensar en una realidad de rutinas calcadas, de espacios vacíos y abandono crónico, una realidad absurda y deficiente en donde el sentido de las cosas no se evidencia a simple vista, porque sencillamente no se encuentra ahí, está ausente.
Primer largometraje de ficción del realizador Tomás de Leone, El Aprendiz se desdobla en postales de un universo breve, una vida que brega por ser en medio de tanta nada. Pablo es cocinero, trabaja como aprendiz en una cocina, su sueño es tener su propio restaurant para no tener que rendirle cuentas a nadie, lo mueve la urgencia de lo otro, la necesidad imperiosa de un cambio (sea el que sea) para contrarrestar tanta pasividad. Un cambio, un progreso, un aprendizaje, Pablo se debate entre la acción y la inacción, entre romper con esa inercia y hacer algo diferente o rendirse a lo esperable, dejar que el letargo del pueblo lo gane. Así su vínculo en menos con ese grupo patético con el que pasa sus horas por fuera de la cocina, siempre entre el temor y la extrañeza; así la relación con sus padres, ambas dos tan disímiles como complejas. Pablo se debate constantemente.
Hay a lo largo del film una cierta libertad en el modo de filmar, una soltura que se ve reflejada en los tiempos, en la belleza de lo simple del argumento, en sus dialogos breves, todo esto reforzado por una banda de sonido tan despojada como precisa, consecuente con la imagen, que remite a paisajes desérticos, atemporales, a no-lugares, como en las road movies de Wenders. De Leone cincela una obra absolutamente nueva, una instantánea de tintes melancólicos con una inquietante cuota de distorsión, la cual revela a modo de un oráculo funesto, la otra cara del hastío y la mediocridad.

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