Tres Finales, de Rafael Spregelburd
Por Nicolás Reffray
Decretar el fin del arte es tal vez uno de los clichés de toda modernidad. La realidad es que no hay fin para lo que se encuentra en constante cambio, para lo que no se cansa de mutar, y el arte, como expresión inapresable, infranqueable, ha pervivido y sobrevivido vanguardias, modernidades y post-modernidades por los siglos de los siglos. Ahora, en este siglo veintiuno virtual, cabe rehacerse las preguntas eternas: ¿Qué es el arte? ¿Eso es arte?
El arte manifiesto, la expresión concreta del arte en tanto expresión de un sujeto vuelto a un público al que busca provocar o afectar de algún modo, ha tomado innumerables formas. Desde Duchamp, Jackson Pollock, Jasper Johns, las vanguardias cinematográficas, Warhol, y una larga cadena de nombres que vienen y no vienen al caso, el arte no se define como tal de acuerdo a lo estrictamente estético, o al menos no siempre. El arte moderno nos ha enseñado que requiere de una explicación, de una placa tranquilizadora a un lado de la obra que le de su estatuto de arte. Es la placa, la aclaración, lo que hace valer a la obra como tal, lo que establece que eso que vemos es arte. Obras como el blanco sobre blanco de Malévich, por ejemplo, sin una explicación no sería más que un lienzo vacío presto a ser pintado, los azules de Yves Klein sólo serían una tela monocromática pintada a rodillo, las telas tajeadas de Fontana serían vistas como lienzos rotos y nada más. En conclusión, es arte aquello que se autoproclama como arte, aquello que se dice artístico en tanto y en cuanto X. La discusión que llevan adelante Spregelburd y Garrote devenidos profesores de historia del arte en ese comienzo del primer final de Tres Finales, se centra precisamente en eso, en lo azaroso, o si se quiere, en lo caprichoso del arte llamado moderno. Cecilia Jimenez, la abuelita de Borja que con su mejor intención restauradora deformó el Ecce Hommo, es el centro del debate. ¿Es eso arte?, se pregunta Spregelburd. Esa abominación, producto del aburrimiento de una octagenaria un poco perdida, ¿es plausible de ser juzgada como obra, como creación artística? ¿Qué intención creadora, qué marca autoral más que la del error, la senilidad y el mal gusto puede leerse en ese Ecce homo “restaurado”? Ninguna, dice Spregelburd, la de los grandes artistas modernos del siglo pasado, dice Garrote. Así tiene lugar un tira y afloje culto en donde las palabras dan forma a un tramado tan exquisito y paródico como brillante, y es que los diálogos spregelburdianos son siempre un manjar para el oido.
Podemos hablar de lo artístico en general, del teatro en concreto, de los cambios y más cambios que se suceden y que dan forma a nuevos modos de apreciar el arte en esta post-meta-modernidad en la que vivimos, sin embargo, creo yo, hay otro eje. Me refiero a lo intraducible, uno de los temas predilectos de Spregelburd, el cual se materializa en cada uno de esos tres finales que conforman los tres actos de la obra. En el primero, algo de lo propio se vuelve incomprensible para el otro, las traducciones tramposas, los juegos políticos de la lengua, lo dicho y lo negado, lo inentendible del esnobismo erudito ("¿vos querés medievalizar la administración de lo sublime?" (sic)), pero también lo intraducible de lo contemporaneo para un no-contemporaneo, esas grietas generacionales que se abren entre estos docentes y su alumnado. El fin del arte nos deja entrever los pliegues de un discurso en apariencia hermético, seguro de sí mismo, pero sólo en apariencia, lo elevado se fragmenta, se resquebraja, y nos permite una lectura entre lineas.
En el segundo acto, el fin de la realidad, un grupo de traductores de cara a la cuarta pared elabora un texto único, cuasi coral, por momentos inconexo, donde tiene lugar lo incomprensible por inasible y lo inasible por irreal. Aquello que es traducido no tiene demasiado interés, o tal vez sí, puesto que se trata de lo virtual como nuevo lenguaje, lenguaje que se adosa a la realidad de los contemporaneos. Está lo que se dice y lo que se calla aún diciendo, el diálogo vacio que es la nada misma, la superposición de voces, de lenguas, de significado, el canto constante y la improvisación. Lo intraducible toma en este acto la forma de lo múltiple, y uno se siente por momentos estafado, vulnerado, como si desde el escenario no surgiera más que una burla a nuestro intento por comprender.
En el tercer y último acto, el fin de la historia, es aquello que falta lo que articula la escena, el fin de la historia en tanto relato lineal, narrativo, del teatro como género puro si se quiere. A ese grupo de actores les falta algo y no terminan de saber bien qué. Es la emoción, el gesto dramático, el peso de aquello que no es ornamento, que no es vestuario, que no son los agregados a la cosa, sino la cosa en sí. La pregunta por lo incomprensible, por lo intraducible, nos deja de cara a un vacio, a lo paródico y aparatoso de ese ensayo brain storming delirante, en donde parece valer todo para ser novedosos, brillos y luces, canto lírico, incluso una cita al Cafe Müller de Pina Bausch. Otra vez lo contemporaneo...
Rafael Spregelburd, se desdobla para pasar a conformar un monstruo de tres cabezas, la del dramaturgo, la del director y la del actor. Mientras uno sigue preguntándose cómo hace, cómo escribe, actua y dirige magistralmente obras de una complejidad y un tramado de capas y más capas significantes tales que nos ponen a nosotros, los espectadores, a moldear lo que vemos, a buscar significados ocultos, a descifrar, Spregelburd lo hace de nuevo. Con una originalidad siempre atroz, cada nueva obra en cartel es una fiesta. Tres finales es una obra que le ronda a lo contemporaneo, a lo artístico, a lo plural e inconmensurable, para convertirse desde que cae el telón y para siempre en un jeroglífico del tiempo.